8 de noviembre de 2011

Estrés, depresión, alcoholismo y otros males: La debilidad humana del Trono del Crisantemo


Problemas de salud, depresión, estrés, cansancio y alcoholismo son algunos de los males que aquejan a la Familia Imperial de Japón, nacida hace 26 siglos para ser intocable y eterna. Una historia jalonada de divinidades y debilidades humanas.






Hubo un tiempo en que a los emperadores de Japón no podían usar anteojos ni ser atendidos por médicos a no ser que éstos se mantuvieran a una enorme distancia de su paciente.

Por eso, sorprendió este domingo la noticia de la internación urgente del emperador Akihito, quien a sus 77 años fue fotografiado, acompañado por su esposa, en el automóvil que lo llevaba al Hospital Universitario de Tokio con fiebre y un cuadro de bronquitis. Con la misma entereza con la que visitó víctimas y consoló a los japoneses en televisión tras el terremoto y el tsunami.

Akihito, una figura ceremonial aunque venerada en Japón, “parece estar fatigado y ha perdido algo de resistencia para luchar contra la enfermedad”, dijo un portavoz de la Agencia Imperial. “Para ir por lo seguro, tuvo que ser hospitalizado (el domingo por la noche) en el Hospital de la Universidad de Tokio”.

Esta es la segunda ocasión en que el emperador está en el hospital en este año, después de recibir tratamiento médico en febrero por extensas pruebas de sus arterias coronarias. Por eso, el gabinete de ministros de Japón aprobó una medida para elevar temporalmente al príncipe heredero Naruhito como “emperador en funciones”, a fin de que asuma todas las responsabilidades que implica la posición.

El emperador de Japón lleva tiempo delicado de salud: en 2003 fue operado de cáncer de próstata y en diciembre de 2008 sufrió una hemorragia estomacal que le obligó a aligerar su agenda oficial.

En febrero de este año se le diagnosticó una arteriosclerosis coronaria, aunque los médicos indicaron que, sometido a medicación, podía continuar normalmente con sus actividades.

Una presencia velada



Mal que le pese a sus divinos antepasados, Akihito de Japón y su familia demostraron como ninguna otra generación la calidad humana de una estirpe que, hasta la Segunda Guerra Mundial, se consideró divina.

Los cuerpos de los emperadores Meiji y Taisho (que reinaron a principios del siglo XX) no podía ser tocados por los médicos sino con guantes de seda, y la leyenda dice que los sastres tomaban medidas a los emperadores desde lejos. La divinidad no podía ser vulnerada, y ni siquiera mirada a los ojos.

Tampoco desde arriba. Por eso, cuando el carruaje imperial pasaba (velado por cortinas para que nadie pudiera ver a su imperial pasajero), las ventanas de los edificios debía ser cerrados inmediatamente, y la torre del cuartel de Policía de Tokio, en los años 20, no se terminó de construir porque desde ella se veían los jardines del palacio.

Antes de la Segunda Guerra, al emperador Hirohito nadie podía mirarlo a la cara, y sus escasos retratos se cubrían con una tela semitransparente. Un funcionario se negó a responder a un embajador acerca de su aspecto físico, pues no era concebible que el “Mikado” (término de la literatura clásica nipona que significa “Puerta de los cielos” y que designaba indirectamente al Emperador) pudiera ser descrito.

En 1936, la revista norteamericana «Time» publicó en su portada uno de esos escasos retratos de Hirohito. Y centenares de súbditos japoneses escribieron a la editorial suplicando, rogando, que quien tuviera un ejemplar jamás lo apoyara con la portada hacia abajo y tampoco pusiera ningún objeto sobre ella.

Pero comenzó a atardecer en el Imperio del Sol Naciente. El emperador Hirohito (1901-1989) inició su largo transitar a la eternidad el 19 de septiembre de 1988. Ese día sufrió una hemorragia interna que agravó una dolencia intestinal anterior. Al ser demasiado tarde para intentar una intervención quirúrgica, los médicos le hicieron tres transfusiones sanguíneas, con un total de 1.200 centímetros cúbicos de sangre.

El 24 de septiembre se confirmó de forma oficial que una exploración del tumor extraído a Hirohito durante la operación intestinal a que fue sometido el 22 de septiembre de 1987 detectó la presencia de "síntomas cancerígenos" entre el páncreas y el duodeno.

El peso del emperador descendió hasta los 25 kilogramos el día 6 de noviembre, y un mes más tarde entró en estado de semicoma. Al cumplir los 100 días de agonía, Hirohito había recibido un total de 28,5 litros de sangre desde el inicio de su enfermedad, que superaban los 30 en el momento de su muerte.


El peso del trono



La muerte de Hirohito, en febrero de 1989, elevó al Trono del Crisantemo a su hijo Akihito y a la esposa de éste, Michiko, la primera emperatriz de Japón de orígenes plebeyos.

Una crisis nerviosa, provocada por la presión protocolar y la crítica periodística, dejaron muda durante meses a la flamante emperatriz. Habitar el Palacio Imperial de Tokio, con sus miles de burócratas controlando al milímetro todos los actos de la dinastía, no debió ser nada fácil para la que es hoy la única Emperatriz en el mundo.

Hija de un rico industrial, su enlace con Akihito fue recibido con enorme simpatía por el pueblo japonés, que vio en ella una especie de “Cenicienta”, pero chocó con la animadversión de los cortesanos y la cruda realidad palaciega.

En octubre de 1993, en su cumpleaños, Michiko sufrió un desvanecimiento, y la Corte comenzó a preocuparse al observar que apenas podía recuperar el habla y se mostraba débil. Sufría de afasia (pérdida de la voz), provocada por el estrés que le causaba la insoportable presión de ser el centro de la atención pública y al mismo tiempo cumplir sin tacha alguna sus responsabilidades.

Quedó muda, en un tristísimo silencio, a modo de protesta tal vez, por lo cruel que la vida estaba siendo con ella. Un día después de haber perdido el habla, abandonó el palacio con un saludo obligadamente público, pero triste y todavía silencioso.

Los cortesanos, a falta de una explicación médica, atribuyeron la dolencia a una amargura invencible causada por crónicas falsas y crueles sobre su vida; y era verdad, la emperatriz enmudeció porque una prensa mentirosa y antigua se había alzado vociferante contra ella.

La prensa japonesa, rompiendo con una antigua tradición de no adentrarse en las intimidades de palacio, había difundido reportajes que destacaban el fuerte temperamento de Michiko y su gran ascendencia sobre el emperador. La emperatriz declaró sentir “profunda tristeza y perplejidad cuando se publican informaciones que no están sustentadas en hechos”, pero pocos la oyeron.

Las publicaciones salieron a la calle acusando a la emperatriz de comportarse con un hedonismo y maneras impropias para quien emparentó con Hirohito. Que no fuera noble, decidiera educar personalmente a sus hijos e instalase una cocina que ella misma utilizó le ganó la hostilidad o antipatía de su suegra y círculos más rancios de la corte.

Ya cuatro años después de su boda, en 1963, viviendo una profunda depresión y al borde de un ataque de nervios, había enmudecido temporalmente. Una de las revistas a la carga imputó a la emperatriz modos autoritarios, un genio endiablado, una dominante influencia sobre su esposo y fastidiosos caprichos. “Si los sirvientes hacen algo que no le gusta, no cesa de reprenderlos durante horas”, afirmó el anónimo informante del semanario «Takarajima».


La princesa triste de Oriente

Una depresión profunda, y desde hace muchos años, es experimentada por su nuera, la princesa Masako, futura emperatriz. Plebeya, diplomática de carrera, políglota, cosmopolita, Masako Owada abandonó para siempre su hogar paterno para unirse al amor de su vida, el príncipe heredero Naruhito.



Pero el cambio de vivienda le sentó mal. Deprimida, triste por no haber cumplido las “expectativas imperiales”, vive recluida, no viaja al extranjero, y apenas salió este año un par de veces para visitar víctimas del tsunami.

Los problemas empezaron nada más celebrarse la boda, en 1993. La Kunaicho, la Agencia Imperial formada por un ejército de cortesano que vela por las tradiciones monárquicas, presionó a la pareja desde el principio para que no demoraran su “deber” de dar a Japón un heredero. Masako fue culpada del posterior retraso y finalmente, tras meses de tratamiento de fertilidad y un aborto, dio a luz a la princesa Aiko, ocho años más tarde. Una niña que, por ser mujer, no puede reinar.


Alcoholismo para huir de los problemas

Menos conocida es la historia del príncipe Tomohito, a quien todavía nadie pudo rescatar de su alcoholismo, adicción que lo llevó a deteriorar severamente su salud: desde 1991 fue operado en siete ocasiones de varios tumores en la garganta y el esófago, por lo que en los últimos años ha tenido que ser hospitalizado con frecuencia.

El príncipe, primo del emperador, cree que su alcoholismo se agravó en los últimos tiempos debido a los recientes problemas de la Casa Imperial: “La cantidad (de alcohol) que ingería aumentó mucho en los últimos tres años”.

Tomohito, sexto en la línea sucesoria japonesa, hizo público su alcoholismo hace unos años, poco antes de ingresar en un centro especializado durante un mes para recuperarse de su dependencia. “Soy el príncipe Tomohito, el alcohólico”, se confesó apesadumbrado, en una conferencia, provocando risas entre el público. “Ya era un alcohólico en la Universidad y me disgustaría que alguien pensara que me convertí en un alcohólico en los últimos años”.

Según el diario «The Japan Times», el príncipe se refería a problemas como la admisión por parte del príncipe heredero Naruhito de que su mujer, Masako, se sentía “ahogada” en palacio o la controversia sobre el acceso de las mujeres al trono del Crisantemo. Tomohito está precisamente en contra de que la princesa Aiko pueda heredar el trono japonés y ha llegado a sugerir que el príncipe heredero recurra a concubinas para conseguir un varón.

La delicadez con la que estos temas son tratados por la opinión pública japonesa demuestra el deseo nacional de preservar a la dinastía imperial más allá de su debilidad humana, y de que cumpla el mandato que les habría dado su ancestral y divina antepasada, la diosa Amaterasu: que el Trono del Crisantemo sea eterno como el Cielo y la Tierra. 

Hoy, 2.600 años después de la fundación mítica de la dinastía imperial, la opinión popular con respecto al trono no cambia, tal como lo expresa el profesor de cultura japonesa Yasuo Ohara, catedrático de la universidad de Kokugakuin, de Tokio, “el pueblo japonés todavía espera un emperador que esté por encima de la existencia mundana”.





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